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Revista Avance
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Apuntes de un viaje al universo microscópico de la agricultura

La pista de la planta engañada

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Papeles en la mesa

Salita para pensar; ciega, sin ventanas. Vagón del medio. En la mesa de trabajo, apuntes, recortes, bosquejos de un mapa de ruta, pensando en el camino de regreso.

Detenido en el magma del microbioma del suelo, el tren imaginario en el que viajamos reposa con la respiración lenta. En pausa pero siempre encendidos, los motores se escuchan como un suave ronroneo. La atmósfera acá adentro evoca la de la siesta de un domingo de verano.

La intención es volver a la dimensión humana del mundo en un recorrido que nos lleve por dentro de la planta hasta emerger desde una hoja  -o una flor, quizá- de nuevo a la intemperie. Afuera pasan cosas.

Suponemos ahora un tránsito veloz. Con la mirada mejor nutrida en la experiencia del camino recorrido y atentos a las pistas que nos permitan entender mejor lo que se está haciendo y puede hacerse con eso.

Las dos conciencias

La ausencia de ventanas en este vagón nos obliga a concentrarnos en los apuntes de los que hasta ahora disponemos. Y a imaginar las relaciones de esos contenidos como un tejido interconectado de personajes moleculares, señales e instrumentos, destinados a cumplir con los dos objetivos fundamentales de los organismos vivos: el crecimiento del individuo y la reproducción de la especie. Una trama de estructuras y señales moleculares que nos hemos permitido designar como un lenguaje, o algo así como un lenguaje, en tanto a cada señal le corresponderá un efecto, por lo que, analógicamente, podemos hablar de la transmisión de un “significado”.

Las señales moleculares que circulan dentro y entre las células que componen el organismo vegetal de que se trate portan una intención práctica que los receptores apuntados procederán a ejecutar. La relación entre la respuesta metabólica de la planta y su ambiente se cifraría en una matriz que regula y mantiene activas esas cascadas de señales, obrando así como una conciencia integradora en la que el genoma funciona como archivo dinámico de instrucciones pero, al fin de cuentas, al servicio de los dictados de la matriz. Una conciencia práctica “supragenómica” podríamos permitirnos decir en este juego de licencias terminológicas, que, en el caso de las plantas, mantiene a cada individuo en estrecha sintonía con el ambiente en el que desarrolla su impulso vital.

Qué tentación imaginar posible aplicar esa misma mirada “natural” para explicar, predecir y orientar la conducta humana. Pero no, no nos hacemos ilusiones, somos “conscientes” de la diferencia. De la diferencia entre la pura conciencia biológica de los organismos vivos y la nuestra, en la que el lenguaje humano opera  -para decirlo rápidamente- complicando las cosas. Una, la conciencia de las plantas, los hongos, las bacterias, posee una clara  -y determinante- base material; la nuestra incluye una capa más -envolvente, “virtual”- en la que se proyectan y se construyen múltiples significados posibles a partir de la misma señal.

 

Cuando la mentira es la verdad

En la introducción a su Tratado de Semiótica General, en la que se detiene a describir su campo de estudio, el maestro Umberto Eco advierte que, en pos de una teoría de la significación y de su correlativa teoría de la comunicación entra, como objeto de interés en ese campo, “todo lo que sirva para mentir”; y agrega: “porque lo que no sirve para mentir tampoco sirve para decir la verdad”.

Es cierto, nuestro lenguaje  -hasta aquí el más desarrollado de la biósfera- nos permite comunicarnos, imaginar, proyectar, crear, rememorar, conocer, cambiar de parecer… y mentir. Pero la mentira, y especialmente el engaño, que sería una versión articulada de una o varias mentiras, no sería una capacidad única del universo imaginario del lenguaje humano. Hay evidencias de que el instinto de supervivencia de organismos mínimos como las bacterias y los hongos incluye esa capacidad. Y como para que el engaño funcione se necesitan dos  -el engañador y el engañado-, comprender su mecanismo resulta especialmente aleccionador; para la medicina cuando el engañado -en ese plano biológico- es un humano; o para la biología molecular, la microbiología y la ingeniería genética en el dilatado campo de la agronomía cuando se trata de una planta en permanente proceso de domesticación.

La verdad de la zanahoria

Apenas arranquemos iremos de salida. Buscábamos una pista guía. Una orientación para el camino de regreso que resulte productiva, útil como aglutinante de tantos conceptos incorporados durante el camino de venida. Bastaba con echarle una nueva mirada a los apuntes sobre la mesa para darnos cuenta de que, como suele ocurrir, estaba a la vista. O casi a la vista. Ya lo aprendimos: no alcanza con mirar sin entender, pero para entender del todo hay que volver a mirar.

Volvemos a la cabina frontal, que sí tiene ventanas, dispuestos a acomodar el GPS y partir. Nuestros sensores indican que estamos apoyados en los pelos de la raíz de una planta de zanahoria y que el lote en el que crece no acusa presencia de sustancias contaminantes. Lo demás de la posición en la que estamos ya lo sabemos: en la oscuridad del suelo, sumergidos en el compuesto entramado de nutrientes naturales y colonias de bacterias que se interconectan como un tejido orgánico, en estrecho “diálogo” simbiótico con la zanahoria en cuestión, ayudándose recíprocamente. Las vemos, son cientos, miles de millones. Sin embargo alcanzamos a distinguir a una en particular: la ya conocida y habilidosa Agrobacterium tumefaciens. La que mostró a la ingeniería genética el camino de la transgénesis a partir de sus propias, pícaras capacidades.

Su presencia es una amenaza para nuestra zanahoria. A.tumefaciens la invadirá y la planta terminará dando su vida para que la bacteria cumpla con su propio mandato biológico. Para lograrlo, la engañará. La planta creerá que lo que esa bacteria le ofrece es igual de bueno que lo que las otras le dan. Lo acepta, confiada, y al cabo terminará incluyendo en su genoma (y en su matriz de respuesta metabólica) la mezquina instrucción de la invasora: generar tumores que sirven a la bacteria para reproducirse. Tumores que la matarán.

Quizá (es la pretensión que nos mueve en esa dirección) seguir el camino del engaño, de la mentira a la que se rinde la zanahoria, nos lleve a entender mejor otra verdad. Retomamos la marcha. Hacia arriba. Siguiendo la pista de la fitohormona traicionera. En lo que vendrá.

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